17 feb. 2025
Lidia Zommer
En tiempos de crisis, muchos restaurantes reducen el coste del menú de mediodía. Solo aquellos que entienden el valor del prestigio buscan la excelencia, aplican a la segunda estrella Michelin y suben los precios.
En el sector legal ocurre algo similar: mientras algunos despachos compiten con descuentos y servicios estandarizados, aquellos que comprenden el poder de su marca no venden horas de trabajo; venden certidumbre. Esta es la clave que justifica honorarios premium y consolida su posición en el mercado.
El prestigio profesional no es un lujo ni un adorno superficial; es una estrategia de negocio fundamental. Daniel Kahneman, psicólogo y premio Nobel, explica cómo los clientes, frente a decisiones complejas y de alto riesgo, recurren a atajos cognitivos para minimizar la incertidumbre. En la abogacía de negocios, ese atajo se llama prestigio. El reconocimiento profesional actúa como un seguro psicológico: reduce la percepción de riesgo, justifica márgenes elevados y establece barreras competitivas sólidas.
En un sector donde un error puede costar millones o comprometer la libertad de una persona, el cliente busca (y paga) tranquilidad. Estudios de economía conductual muestran que, bajo presión, priorizamos señales de autoridad y éxito demostrado. Este fenómeno refuerza el llamado efecto Veblen: en determinados segmentos, un precio elevado no disuade a los clientes, sino que los atrae, al interpretarse como un indicio de calidad superior.
El vínculo entre prestigio y marca es, por tanto, ineludible. La marca es la identidad construida y proyectada por el despacho; el prestigio es el reconocimiento que obtiene en el mercado. Mientras la marca genera visibilidad, el prestigio genera confianza. Invertir en marca es blindar la rentabilidad a largo plazo. En un sector donde los clientes no pueden evaluar la calidad del servicio antes de contratarlo, una marca sólida se convierte en el principal diferenciador, transmitiendo autoridad y justificando honorarios premium.
No obstante, el prestigio no se mantiene solo con resultados técnicos. La comunicación estratégica es el motor que alimenta esa percepción. El "efecto halo" explica cómo la percepción positiva en un área puede extenderse a otras. En la abogacía, este efecto es crucial: si un despacho es reconocido en una especialidad, su reputación se expande, consolidando su liderazgo. Pero la inconsistencia en la calidad o una comunicación errática pueden erosionar ese prestigio, afectando incluso a las áreas más sólidas.
La marca personal del abogado también juega un papel determinante. En especialidades complejas, los clientes no contratan despachos, contratan a profesionales específicos. Un abogado reconocido tranquiliza no solo a su cliente, sino que influye en la contraparte, modificando dinámicas de negociación o incluso la estrategia del adversario. En este contexto, un dictamen no vale solo por sus argumentos, sino por el peso de la firma que lo respalda.
Construir y mantener el prestigio implica una gestión cuidada de cada punto de contacto con el cliente. Las acciones de comunicación —artículos en prensa, conferencias, presencia en rankings creíbles— no son un gasto, sino una inversión estratégica. Refuerzan la percepción de autoridad, alinean la propuesta de valor con la presencia pública y minimizan la percepción de riesgo del cliente.
Sin embargo, el prestigio es frágil. La sobreexposición o la incoherencia en el mensaje pueden deteriorar la reputación construida con esfuerzo. La verdadera maestría está en gestionar la visibilidad sin comprometer la esencia del despacho, manteniendo la coherencia entre lo que se promete y lo que se entrega.
En definitiva, en la abogacía de negocios, el precio no es solo una transacción económica; es una señal de prestigio. Los despachos que entienden esta dinámica no venden horas, venden lo que más escasea en la economía del conocimiento: certeza en un mundo incierto. Y esa certeza, cuando se construye sobre una base sólida de prestigio y excelencia, se convierte en el activo más valioso de cualquier firma.
Artículo original publicado en Expansión
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